Cada
vez que me mira, llora desconsoladamente. Por momentos parece
reconocerme: siempre tan atento y dispuesto. Durante años, fui el
mejor apoyo para ella. Un apoyo fiel e incondicional, que sabía
guardar sus largos relatos y fantásticas historias. Después,
vinieron los recordatorios, las fechas señaladas y, los nombres de
aquellas personas que ella se negaba a olvidar. Marginado en un
polvoriento rincón de la casa, anhelo sentir las pocas palabras
sueltas y, en su mayoría carentes de sentido, que ella logra
escribir en el blanco nuclear de mis maltrechas hojas. Contemplo su
último instante de lucidez. Con lágrimas en los ojos y
extraordinaria claridad, termina la palabra que ambos más tememos.